Llega la noche, bendita
compañera. El cuarto se llena de silencio y empapa de obscuridad, sólo se es
permitido ser: no hay formas ni cuerpos; todo implota, todo desaparece, todo
simplemente es. Entre volutas de humo la vida comienza en los sueños, todo está
permitido, llueven y bombardean palabras e ideas conjugadas en imágenes que van
del blanco al negro llenas de contrastes.
Todo existe, todo es posible. El cuerpo
todo lo soporta, no hay nada más que hacer. Soñar, perder todo temor. Los sueños
nos alimentan, crean el alma de una persona, renuevan la vida día con día. Somos
sólo nosotros, nadie más está presente, únicos creadores: omnipresentes,
omnipotentes. Igual que los dioses, inmortales, para vivir todo lo que uno
acepte, incluso el caos; el orden es cosa de la vida, del estar despierto y
aceptar cosas que no. Se debe imponer, luchar en sueños contra todo, anhelar,
ser libre. Todo existe, nada existe, todo y nada es real; creamos y creemos
verdades: todas son mentiras. Los sueños, sueños son, dicen por ahí.
Pero acaso uno sería capaz de abandonarse,
dejar la noche, la oportunidad que nos da de la libertad de hacer las cosas. Dejar
los sueños, la inmortalidad de los dioses, la omnipresencia y omnipotencia por la
“felicidad”, por un respiro de paz y vivir tranquilamente, todo cubierto por amor.
Dejar de alimentar el alma, atrofiarle y dejarle morir para convertirnos en
simples mortales, seres comunes y corrientes. Dejar de ser diferentes para
convertirnos en alguien “normal” alejarse del conocimiento para hundirnos en la
comodidad y el placer, optar por el orden en lugar del caos.
Volver a ser parte de la
naturaleza humana con todo lo que eso conlleva, donde no existen los
arrepentimientos y quizá la oportunidad de volver a soñar y ser parte del
universo, del infinito. Dejar el ser por volver a tener, pero teniendo la oportunidad
de vivir serenamente.
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