Alguna
vez presumí que, al adjudicarme ciertos rasgos de un trastorno de personalidad
sociópata, carecía de la facultad de la empatía hacía alguien más; que mi
desapego a las emociones era una característica que me define, así, las
relaciones interpersonales podrían llegar a ser falsas e impermanentes. ¡Pero
no! (o quizá sí).
El
otro día saqué a dar su caminata diaria a Leita, en esa ocasión lo hice ya
pasadas las 8:00 pm, ya comenzaba a oscurecer y a hacer algo de frío. Seguí la
misma rutina para la caminata: de cierto punto ida y vuelta; de regreso tengo
que pasar por una especie de parque el cual estaba en completo silencio esa
noche, al hacerlo no me di cuenta de donde chingados salió un Bull Terrier el
cual salto sobre Lea mordiéndola en el lomo. Fue tan rápido, lo único que
escuché fue el inicio de un llanto de mi bebé.
Mi
primer reflejo fue jalar la correa con toda mi fuerza, pero fue tan fuerte el
jalón que sólo conseguí sacarle el collar a Lea; el otro perro seguía trabado a
ella. Inmediatamente al darme cuenta de ese atroz acto me lance sobre el
atacante, que repito, era un Bull Terrier.
Como
lo recuerdo, primero le solté, según yo, un par de rodillazos, las cuales
fueron en vano ya que no la soltó, así que sin pensarlo me lo puse entre mis
dos piernas, ya encima de él lo golpeé en la cabeza y este malnacido seguía sin
soltarla. No sé de donde chingados saqué la fuerza, pero con mis manos logré
separar su quijada; he escuchado que la mordida de algunas razas de perros son
inquebrantables, sumamente fuertes, supongo este es uno de esos casos. El punto
es que logré separar el hocico del otro perro de Lea, las cual salió corriendo
lloré y lloré la pobre cual presa logra escapar de las fauces de una bestia,
ok, no. Mi pequeña no paraba de llorar y mirarme fijamente.
El
impulso que me hizo saltar sobre el Bull no fue tan fuerte para poder someterlo
después de haber separado su mandíbula, por lo que éste volteó y me soltó una
mordida que logro hacer efecto en el dorso de mi mano derecha. Recuerdo que
para poder mitigar el ataque trate de apendejarlo dándole unos azotes de su
cabeza con el suelo, lo cual sólo termino por provocarlo más. Para esto las fuerzas de mi impulso habían
cesado desafortunadamente, para mi salvación el dueño del perro apareció logrando
que el can lo obedeciera, calmara y se estuviera en paz.
Ni
gracias le di al dueño, solamente tenía en mente a Lea, a la cual cargué y
corrí lo más rápido que pude a casa; para estos momentos ya no lloraba, pero se
notaba que estaba bien asustada. Mientras corría le decía cosas para tratar de
calmarla. Llegando a casa la revise de las orejas hasta las patas para ver si
no tenía alguna otra herida a parte de la marca de los colmillos enterrados.
Afortunadamente al parecer el atacante no tuvo el suficiente tiempo para
encajarlos por completo, así que la herida que tenía era un tanto superficial;
la limpié con antiséptico y después la envolví en una cobija y la cargué por un
buen rato hasta que ya se calmo por completo.
Al
otro día me puse a pensar en lo sucedido y quizá fue el instinto de protección
lo que me hizo actuar, pero como lo sentí yo, fue como una muestra de que el
amor es una fuerza bien cabrona que te hace hacer cosas impensables y que tal
vez solo es una mascara el pensar que no tengo la facultad de sentir.
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