“Tres
de la tarde en El Moro, quiero chocolate en lugar de cerveza” –Sentenció ella-.
Aquel lunes había amanecido bastante nublado en toda la ciudad con un alta
expectativa de lluvia según los reportes meteorológico.
Con
una atroz apatía tomaba un café americano mientras revisaba en su celular el
correo que le indicaba el día que tendría que ir a firmar el oficio. El día era
en dos semanas. Leer esto sólo le produjo soltar un suspiro y hacerse
mentalmente la pregunta: “¿Hasta cuándo terminará esto?”
No se
atrevió entrar al cuarto, por lo que busco en el cesto de la ropa para lavar
alguna camisa que no oliera tan mal y no estuviera tan sucia; no había lavado
durante el último mes. La elección para poder volver a ser usado fue una camisa
verde.
Ya
vestido y dispuesto a salir, le vino la idea de sentarse en el sillón; aún era
temprano: once cuarenta y nueve de la mañana. El sitio de reunión le quedaba
bastante cerca, no más de treinta minutos en bici o cuarenta y cinco caminando.
Sin percatarse del tiempo se quedó dormido en aquel sillón que tiene tantas
historias que contar. Fue un dolos muscular del cuello lo que lo hizo
despertar, eran dos de la tarde con cinco minutos, ver la hora no le provocó
mucha preocupación ya que no llegaría tarde aunque pasó por su cabeza la idea
de mandar un whats para cancelar la cita. No lo hizo.
Mientras
caminaba al lugar del encuentro planeaba estratégicamente los argumentos que
serían dichos para salir lo menos “raspado” posible. En el fondo sabía que
tendría que volver a afrontar el tema, que las consecuencias resultantes cada
que lo hacía volverían a aparecer; no serían excepción este nuevo
enfrentamiento; lo único que pedía es que éstas no lo volvieran a ingresar al
Ramón de la Fuente. Considerando todo esto aceptó acudir con la esperanza de
ponerle punto fina al asunto.
Cuando
llego al Moro, trato de recordar la última vez que había entrado a la
churrería, no lo consiguió pero era un hecho que había sido hace ya más de una
década, incluso más por el recuerdo de poder fumar dentro del establecimiento.
Llego dos cincuenta y cinco de la tarde, diez minutos antes. Siempre había
tratado de ser puntual llegando entre cinco y diez minutos antes de la hora
acordada independientemente del rubro que tratara la cita; esta vez no fue la
excepción.
Entro
dos cincuenta y ocho. Pidió a una de las mesera le diera alguna mesa del fondo,
ya en ésta comenzó a leer el menú; chocolate y churros fue lo primero que leyó
para en seguida expresar su desagrado mediante un “¡Bah!” aun así continuó leyendo.
Concluyo tres cosas: la primera, aquella carta necesitaba urgentemente un
rediseño; dos, eran tres con doce
minutos y aun se encontraba sólo; tres, no tenía el ánimo para pedir chocolate.
Fue hasta el penúltimo renglón de la carta que encontró a su cómplice, aquel
que lo había acompañado y estado presente en los pocos momentos importantes de
su vida, incluso un par de veces estando en prisión.
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